Detrás de la promoción insistente, también por parte de sectores despistados de la izquierda pedagógica, del talento, no hay sino la naturalización de las desigualdades en educación.

¿Qué dicen buscar las empresas cazatalentos? Buscan directivos, sin duda. Pero directivos especiales, distintos, capaces de aumentar la cuenta de resultados de una empresa en el menor tiempo posible, dispuestos a dejarse la piel para lograr los objetivos previstos y de movilizar al resto de la plantilla para conseguirlo. Buscan directivos que sobresalgan de la media por su personalidad, por su capacidad de liderazgo, por su manera de comportarse con los demás y por la alta valoración y concepto que tienen de sí mismos, por su perseverancia obsesiva en alcanzar las metas que se proponen.

Dicen valorar también sus conocimientos y su experiencia, pero la verdad es que lo primero se intuye más que se mide o comprueba, y lo segundo se evalúa a partir de los éxitos y los resultados obtenidos a lo largo de su vida profesional, sin entrar en las formas, ni en los dispositivos puestos en marcha para llegar a ellos. En cualquier caso, se trata de un ejemplo palmario de la primacía de la razón instrumental: importan únicamente los fines a alcanzar, la eficiencia en el desempeño, sin otorgar importancia alguna a los medios, a la ingeniería humana y material puesta a disposición incondicional de esos fines. Una muestra patente de la ausencia de moralidad, que no juega ningún papel en esta empresa, de cosificación de todos los profesionales y trabajadores que forman parte de esta trama aparentemente neutra y guiada solo por el beneficio.

Como tantas veces ocurre, el concepto de talento ha entrado con fuerza en el debate y en la literatura pedagógica. Y lo ha hecho a caballo del nuevo impulso que han experimentado los modelos tecnológicos de intervención educativa, impulsados por organizaciones internacionales tan influyentes como la OCDE y comprados con rapidez por la mayor parte de los gobiernos ante el pánico a quedar retratados en las clasificaciones de resultados que derivan de las pruebas estandarizadas que se han convertido en verdades indiscutibles.

Lo ha hecho también a caballo del nuevo fetiche pedagógico que son las competencias, un concepto tan amplio y tan ambiguo que cada quien lo define a su gusto y medida, pero que en la mayor parte de los casos ha venido a revestir de modernidad y supuesta innovación lo que hace ya algunos años se denominaban objetivos operativos, aprendizajes que debían ser medidos justamente porque debían ser aplicados, practicados, como se demanda también de las competencias (de hecho en los currícula oficiales ha prácticamente desaparecido la palabra objetivo, sustituida sin más por la palabra competencia). Y, muy especialmente, se ha encumbrado a raíz del auge de las llamadas neurociencias que, en muchos casos, han sido utilizadas para poner de nuevo de relieve que la inteligencia y las aptitudes humanas tienen un componente genético hereditario que determinaría en gran parte las capacidades, los aprendizajes, los resultados y las expectativas de niños y jóvenes, sin que la intervención educativa pudiera hacer mucho para revertir o transformar este patrimonio de origen.

Este es el paquete que hizo suyo la LOMCE que, de alguna forma, vino a dar carta de naturaleza oficial al talento en el sistema educativo español. No hay más que leer el primer apartado del Preámbulo de la ley para convencerse de ello. Aunque parezca increíble, en menos de una página del Boletín Oficial del Estado, aparece hasta en siete ocasiones, siete, la palabra de marras. Unas veces para hacer afirmaciones que se prestan a cualquier cosa: todas las personas jóvenes tienen talento, se dice. ¿Significa que tienen capacidad, que tienen aptitud, que tienen inteligencia, que tienen hambre de aprender, que tienen cerebro? No lo sabemos, pero a continuación se nos advierte que nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país. Las personas no lo pongo en duda: ¡son las que conformamos el país! ¿Qué pintan aquí los talentos? ¿Se refiere la ley a sus cuerpos, a sus almas, a sus habilidades, a sus relaciones? No lo sabemos, pero queda claro que el talento, sea lo que sea, deberá ser objeto de una atención especialmente cuidadosa. Pero todavía se remacha la cosa con algo que resulta ya casi imposible de interpretar: detrás de los talentos de las personas están los valores que los vertebran, las actitudes que los impulsan… ¿Perdón? ¿Qué tendrán que ver los talentos –sean lo que sean– con la ética, con los valores y con las actitudes? ¿También los valores vendrían ya inscritos en los genes? Al final, sin embargo, todo aparece más claro, cuando se propone diáfanamente qué hacer con estos talentos tan valiosos: encauzarlos en trayectorias e itinerarios diferenciados, porque lamentablemente la naturaleza de ese talento difiere entre los estudiantes, para que todos los alumnos y alumnas puedan adquirir y expresar sus talentos. ¡Acabáramos! Se trataba solo de justificar que el sistema educativo promueva currícula, clases, escuelas, exigencias, recursos, profesorado… diversificados para adaptarse a esa diferencia de talentos, que así es como se ha interpretado la atención a la diversidad y la educación inclusiva por parte de algunos…

Detrás de la promoción insistente, también por parte de sectores despistados de la izquierda pedagógica, del talento, no hay sino la naturalización de las desigualdades en educación, el encumbramiento de la ideología del esfuerzo, que vendrían a decirnos que los resultados escolares son fruto exclusivo del mérito de cada uno de los alumnos, es decir, de sus aptitudes más o menos innatas, y del tiempo y los codos que hayan puesto para salir bien posicionados en los exámenes. Una vez más, se trata de culpabilizar a las propias víctimas de sus fracasos y de sus limitaciones, sin tener para nada en cuenta ni los condicionamientos estructurales tales como el barrio de residencia, la clase social a la que pertenece su familia, el origen nacional y cultural de su entorno familiar y comunitario, etc., datos al parecer irrelevantes ante la potencia incontestable de la herencia genética, un muro ante el que no habría nada que hacer. Resulta, a pesar de todo, que la pedagogía está ahí justamente para lo contrario, para intentar subvertir estos destinos más o menos previsibles, explorando las posibilidades y las capacidades de cada uno de los alumnos y no regodeándose en sus déficits y debilidades, o encapsulándoles en vías distintas en función de los intereses manifestados, las notas obtenidas o las puntuaciones de los tests.

Fuente: Xavier Besalú (eldiariodelaeducacion.com)