Para convencer y educar solo hay un método: dialogar y razonar. No hay atajos

Sí, es imprescindible mostrar y denunciar la violencia micro y macro machista –las agresiones, las amenazas, el acoso, la discriminación–, así como todo el entramado cultural que la sostiene. ¿Pero basta con eso? La violencia, el lenguaje, la publicidad, el humor, las canciones o las películas son machistas porque parte de la gente que agrede, habla, compra, ríe, canta o va al cine es más machista de lo que cree. Y es esto, lo que cree y no cree la gente, la raíz del problema. Focalizar la crítica en el hecho de la violencia, o en el sexismo del lenguaje o el humor, es como tratar la fiebre sin preocuparse de la enfermedad.

Las causas del machismo están en creencias muy antiguas y enraizadas. Un agresor machista no es un marciano o un loco, sino alguien que actúa, a sus ojos (y a los de parte de su entorno), de manera perfectamente justificada. Cuando un machista agrede a una mujer realmente cree (y siente) que está en su derecho, que la mujer lo merece, que su honor o su placer lo exigen, que «las cosas entre hombres y mujeres» son así, etcétera. Podemos indignarnos ante esto, pero de nada sirve.

Decía un filósofo que una pasión solo se vence con otra pasión más fuerte. Dado que las pasiones dependen de las creencias, hay que añadir que a una creencia solo se le vence con una creencia más verdadera. Vencer a un (a) machista es vencer sus creencias, esto es: convencerle de otras creencias mejores.

Las creencias que hacen que una sociedad considere admisible maltratar a la esposa «para ponerla en su sitio», tachar de «casquivana» a una mujer violada, o gritar piropos por la ventanilla del coche (por no hablar de la ablación de clítoris o del confinamiento bajo la tela del burka o la jaima del desierto) son creencias complejas y profundas. Descansan, en última instancia, en lo que la gente cree que es el mundo, las personas, lo justo, lo bueno, lo divino… Por eso, desactivar esas creencias supone un esfuerzo radical de re-educación.

Pero para convencer y educar –que son la misma cosa– solo hay un método (solo uno): dialogar y razonar. No hay atajos. No valen proclamas ni imágenes, por impactantes que sean. Ni recetas de expertos. Ni miedo al castigo. Las campañas publicitarias, la ciencia, los psicólogos, la ley, pueden dar información sensible, descripciones precisas, consejos, apoyo y protección a las víctimas… ¡Pero no pueden dar argumentos para que la gente deje de creer lo que cree! La publicidad no cambia las creencias (más bien las parasita), y ni la ciencia ni el derecho resuelven los problemas morales (a lo sumo los provocan).

Justo hace unos días, y a propósito de esto, se nos planteaba una interesante cuestión moral en clase de Valores éticos (ya saben, la materia alternativa para los alumnos que no escogen Religión católica –la religión para la que el varón es a la mujer lo que la cabeza al cuerpo, entre otras cosillas–). «Profe –me decía una alumna–, yo no soy machista, ¿pero y si te enamoras de un chico que sí lo es?». A muchas de mis alumnas les repugna –dicen ellas– el machismo, pero les encantan –lo sé– los cantantes ultra-machotes que, en sus vídeos y letras, se sirven de las mujeres aproximadamente igual que los de la manada de Pamplona.

¿Qué hacer con estas chicas «irremediablemente enamoradas» de macarras tipo Maluma? Es obvio que hay que deconstruir –diría un filósofo– esos modelos de masculinidad y feminidad que están detrás de algunas canciones de reggaeton (y de los anuncios, las películas, los cuentos infantiles…). Unos modelos que están enraizados no solo en creencias tradicionales (sobre los géneros, sobre el amor y la familia, sobre la prioridad de lo emotivo…), sino también en las más modernas ideas sobre lo que significa la posesión de cosas (y la cosificación de las personas) como signo de triunfo social. Hay que mostrar la irracionalidad e inconveniencia de estas y otras muchas creencias y, a la vez, proponer otras que sean igual de eficaces y seductoras. Algo para lo cual, insisto, no hay más camino que el de la educación moral y racional. A ver si los proponentes de leyes educativas (y sus votantes) toman nota.

Fuente: Víctor Bermúdez (elperiodicoextremadura.com)