El peso de la opinión pública en materia de educación es un argumento evanescente. La clase política la invoca sólo si le conviene justificar un nuevo aumento de la ratio o aumentar la presión sobre los docentes para contrarrestar la “irresponsabilidad” de su gestión de lo público.

Son las 9.30 h. de una paz cordial en el barrio. Relativa, claro, hay calles donde el tráfico ya intimida, las persianas metálicas estallan en alaridos, la gente, como hormigas, sigue rastros arcanos dibujando manchas nerviosas sobre las aceras. En otras partes la calma aún es de una pieza y no es extraño ver a vecinos que saludan a vecinos. Hay un cierto color de ágora que todavía no se ha llevado por delante esta alocada posmodernidad, y que contagia buen humor. A lo mejor es optimismo, pero no me atrevo a llamarlo así, no sea que me lluevan reconvenciones. Con todo, siento que me refrendan algunas mujeres que barren los balcones y una veintena de pájaros a la caza del desayuno. Algunos silban, y ya no puedo pedir más.

En el barrio hay un instituto, que es una mole como la espalda de un gigante, un gigante somnoliento, con el rostro vuelto y reconcentrado en sus cosas de gigante. A estas horas se muestra ajeno al barrio y, por eso, contribuye a su paz. “¿Eres profesor?”, me preguntan mientras sorbo con cuidado el café, que quema. “Os admiro, qué valientes tenéis que ser ahora”. Vuelvo la vista al instituto donde voy a entrar y pienso que aunque se empeña en dar la espalda, hay algo ahí dentro que la gente sospecha, y que de alguna manera agradece que esté ahí, a esa hora, en el pecho del gigante y en todo caso bajo llave para que el barrio viva su paz. Un centro educativo, visto así, es un requisito perfecto del cosmos ciudadano. Gracias a eso hay un orden, y es habitable.

La sanidad pública es territorio de zozobra, por contra. Pienso en las colas que se sufren en un centro de salud a todas horas, los nervios con que se acompañan las esperas. Y el miedo. Miedo a que la enfermedad sea peor de lo que uno espera, pero miedo también a que una consulta derive más tarde en otra serie de rutas a otras salas de espera, formularios, especialistas, análisis, nuevos diagnósticos, confusión, recetas, desconfianza. Un caso mal llevado, una lista de espera demasiado lenta genera alarma. Si alguien fotografía un pasillo de urgencias ocupado por camas que no pueden ser derivadas a habitaciones, gana miles de visitas en redes sociales, y el escándalo obliga a que los gestores de la sanidad comparezcan dando explicaciones. Pero ¿ocurre algo similar en la educación? Tengo a la vista la espalda del gigante y en la calle hay un razonable silencio. Lo que se cuece dentro nadie lo sabe, tampoco se pregunta. A diferencia de un centro de salud, la calle donde hay una escuela, un instituto, a las 9.30 h. de la mañana es un remanso de paz. Hay orden, incluso una razonable sensación de que todo allí dentro funciona correctamente. Solo los docentes conocen el grosor de la apariencia, pero ¿quién cuenta con la opinión del docente? ¿Qué importancia se le concede a su diagnóstico antes de elaborar leyes? ¿Quién le toma el pulso para valorar su salud frente a las exigencias –y tensiones– que no dejan de crecer en su medio? Y sobre todo, ¿cómo explicarle a la gente lo que sucede dentro de una escuela, un instituto, sin que por ello cunda la alarma?

Jose –de Josefina, aunque no responderá si se la llama por el nombre entero–, profesora de Matemáticas, dice “la masificación”. “La compatibilidad de la masificación con la calidad educativa es cero. Eso es evidente”. Aquí tenemos un problema cuya dimensión solo comprende un docente. Mientras tanto los expertos no dejan de señalar que el componente emocional es básico en la enseñanza: “El cerebro necesita emocionarse para aprender”, dice José Ramón Gamo, que es experto en Neurodidáctica. Ya lo sabíamos: una profesora, un profesor, no hacen zapatos, no reparan frenos, no rellenan formularios, son docentes y tienen bajo su responsabilidad seres humanos en formación. Para que se dé el fenómeno educativo es preciso que la comunicación fluya catalizada por una cierta empatía, una forma adecuada de implicación emocional entre ambas partes. Así lo han testimoniado escritores, pensadores, políticos, cantantes, médicos a lo largo de la historia al evocar sus años en colegios e institutos y, en la actualidad, la moderna neurodidáctica ha terminado de describir este hecho con datos científicos.

Emoción, no solo atención y sudor. Ilusión y un cierto ambiente optimista son otras condiciones para que la emoción se sostenga, algo que, por otra parte, no parece entender buena parte del profesorado. La normativa, ni se lo plantea. “Yo empecé con mucha alegría, con mucho ímpetu –dice Cristina P., 33 años de experiencia–; ahora vuelvo a estar un poquito ‘para abajo’, porque vuelvo a preguntarme quién me apoya en según qué cosas. Pero nunca he perdido mi fe en las posibilidades de la enseñanza”. Desde luego, nuestras cifras de masificación post crisis no pueden asegurar ese cuidado de lo emocional en la enseñanza. “Hay permisividad con las situaciones conflictivas. Además somos un gremio que no está muy unido, y falta actuación conjunta”, dice Jose, y aprovecho para preguntarle si también se ha sentido desacreditada como profesora: “Sí, por mi asignatura me encuentro con padres que vienen a reclamar, y como llevan a sus hijos a academias, el otro profesor es el que lleva la razón, que es al que pagan, a ti te lo cuestionan absolutamente todo”. Ahora insisto en saber qué tipo de apoyo emocional, incluso físico, recibe de sus compañeros en momentos de crisis, y me dice que tiene muchas carencias en ese aspecto, “nos falta unión y apoyo”. Para que el hecho educativo merezca ese nombre no bastan los pupitres, la pizarra, el docente. Si no se crea el ambiente donde fluya de manera natural la emotividad –y eso incluye a alumnos y a profesores cada día más acuciados por la presión– lo que se producirá en el aula será otra cosa, parecida tal vez al hecho educativo, pero con otros efectos, y no especialmente favorables a lo humano.

El peso de la opinión pública en materia de educación es un argumento evanescente. La clase política la invoca solo si le conviene justificar un nuevo aumento de la ratio o aumentar la presión sobre los docentes para contrarrestar la “irresponsabilidad” de su gestión de lo público. “Como opinión pública oigo muchas cosas en contra de cómo actúa un profesor, así que escojo callarme, o entraría continuamente en discusiones y no llegaría a ningún sitio. No se acepta oír las opiniones de un profesor”, dice Cristina. Sí, suele ser otra arma arrojadiza la opinión pública, un medio para sostener en el tiempo la decadencia del hecho educativo, particularmente entre las clases medias y bajas. Y eso que sería fácil disolver ese fantasma invocando a Bourdieu, para quien la opinión pública no existe, sencillamente. O trayendo a colación ese adagio del periodismo según el cual “la opinión pública somos nosotros”. Pero aquí sigue la idea, y bien viva, de que hay una opinión pública que dictamina “un diagnóstico extremadamente negativo del sistema de enseñanza español, al que se le atribuyen deficiencias tan numerosas como profundas”, a lo que apunta el profesor Miguel Caínzos. Sea como sea, los docentes, los equipos directivos, los psicopedagogos de centro son meros invitados de piedra que observan cómo se suceden en el tiempo decisiones perversas que no redundan en la mejora de nada que no sea la imagen del político de turno y sus laureles estadísticos. O sea, que todo apunta a que cualquier reforma educativa busca siempre mejorar la hoja de servicios de un gobierno, aunque solo sea a fuerza de seducir la opinión pública.

Cierto docente decía hace poco en estas páginas que se sentía “obligado a llevar un corsé asfixiante: currículum inabarcable y mal enfocado, burocracia excesiva, pruebas estandarizadas (…). Al final de la jornada, los problemas sistémicos persisten. De ahí nace una frustración con la que a veces es difícil convivir”. Pero con la que se convive por fuerza. Una frustración que va en aumento con los años conforme se acrecienta también la sima que separa lo que un docente es capaz de hacer y lo que se le exige profesionalmente, y que puede resumirse en: buenas estadísticas, un óptimo control de la disciplina y una exquisita atención a las tareas burocráticas. En esa escala de valoración el último lugar queda asignado al desarrollo intelectual, emocional y creativo de la alumna o el alumno. Dicho de otra forma, un profesor o profesora puede alcanzar sobre el papel la máxima valoración como funcionario sin haberse implicado mínimamente en comprender ni ayudar a sus alumnos. Claro que de esa forma de gestión surge un tipo de sociedad muy concreto, del que Agamben habla en Por una teoría del poder destituyente citando a Foucault, para quien la educación es factor básico en la creación del nuevo ciudadano despolitizado.

Mientras tanto parece que buena parte de ese grupo humano conocido como los y las docentes, imprescindible para una sociedad humana y de progreso, ha asimilado de manera acrítica su posición de burócratas. Según ese modelo, la idea de lograr que los alumnos desarrollen sus capacidades, que exploten su sentido crítico y se formen como ciudadanos, queda desacreditada por utópica. Hay profesores que ni ocultan las miradas cómicas cuando oyen a alguien hablar en esos términos, y ahí encuentro lo que es la clave de la polémica en la que se debate educación actual. Tenemos que escuchar a los que enseñan para comprender qué está pasando y poder apuntar hacia las soluciones adecuadas. Pero aun antes de eso, lo que es imprescindible es definir qué función le damos como sociedad al sistema educativo, cuáles son los objetivos que perseguimos. Ken Loach ha dicho recientemente que, sin una educación que fomente el espíritu crítico y otros valores menos demenciales y más humanos, nos quedan un par de generaciones antes de que triunfe el caos. Los que enseñan, los que viven ese deterioro a diario tienen mucho que decir al respecto, y en estas páginas van a tener una tribuna desde la que ser escuchados. Estamos decididos a oírlos. Necesitamos devolverlos a su sitio.

Fuente: Santiago García Tirado (lamarea.com)