Postales en Sepia, por Antonio Escudero

Desde el palco que nos proporcionaba el balcón de la calle Cruz Cubierta, la triste y gris Barcelona de los años 50 desfilaba ante nuestros ojos mostrando sus miserias.

Los pocos coches y camiones que circulaban por la calle empedrada semejaban negros escarabajos, que sus conductores hacían andar con indolencia y timidez, como pidiendo disculpas a la población peatonal. Por las mañanas, los usuarios luchaban por arrancar su vehículo moviendo con esfuerzo una larga manivela que se resistía a cumplir con su obligación. Por acá y por allá, unos improvisados ciclistas trataban de mantener el equilibrio sobre sus viejas bicicletas, y muy de vez en cuando irrumpía ruidosamente una moto alemana con sidecar.

Relatos: por Antonio Escudero para El Pueblo Que Queremos

 

Desde el quinto piso, los viandantes bien podían pasar por hormigas, de no ser por su andar cansino y sin esperanza, la vista siempre en el suelo, puede que esperando el milagro de encontrar un duro que llevarse al bolsillo vacío y agujereado.

La sirena de la cercana fábrica de la España Industrial, en su día la más importante del país, llamaba a las hormigas obreras con su agudo aullido, y los veíamos pasar como en una escena real de Metrópolis, en busca del escaso jornal.

Algunos mozos, con sus largas batas, empujaban las carretillas , en el único atisbo de cierta agilidad que se dibujaba en las aceras sombreadas por los altos plátanos, cuyas bolas caídas se convertían en improvisados juguetes para la chiquillería que perezosamente marchaban hacia el colegio con la cartera en la espalda.

Jaume, el tendero de la esquina, cargaba los sacos de legumbres y patatas desde una desvencijada camioneta, mientras la mula engullía ávidamente las algarrobas del saco que llevaba colgado al cuello.

Las campanas de la torre de la iglesia del Santo Ángel Custodio, que se asomaba por la calle San Roque, llamaban a misa a una fila de mujeres, jóvenes y ancianas con velos en la cabeza y casi todas vistiendo íntegramente de negro, en un duelo interminable  por los hombres muertos y desaparecidos en la cruenta guerra, o asesinados más tarde en las cárceles del régimen.

Una pareja de grises policías vestidos de gris patrullaban la calle ante la esquiva mirada de la mayoría de transeúntes. Aquellos “ guardias de la porra” ,como les llamaba el pueblo llano, y que más tarde se convertirían en “los grises”, habían entrado muchos de ellos en Barcelona, como mi propio padre, con las triunfantes fuerzas de ocupación.

De repente mi abuelo , que había salido al balcón a fumarse un Celta, gritó con su habitual ironía – mira, mira, que pasa el “gegant”-, burlándose impúdicamente del pobre enano del barrio que deambulaba por la acera, llevando algún encargo a domicilio de la bodega dónde pasaba la mayor parte del tiempo, a cambio de unas míseras monedas que se gastaba en vino en la misma bodega.

Sonó la corneta anunciando la pronta llegada del basurero, un viejo tuerto y cojo, a lo John Silver, que iba encestando las bolsas de basura dentro del sucio carro de madera, tirado por un caballo aún más viejo que él y que iba dejando un rastro de heces en medio de la calzada.

El 57, circulaba ruidosamente por las vías, transportando a somnolientos pasajeros hacia sus lugares de trabajo, pasando una y otra vez sobre los restos descompuestos y olvidados  de un gato atropellado, que esperaban ser devorados por las enormes y numerosas ratas que, por la noche, salían impunemente de las cloacas en busca de alimento.

Un grupo de jóvenes con camisa azul y boina roja desfilaron desafiantes cantando el Cara al Sol, obligando a los asustados peatones a saludar con el brazo en alto, mientras el medio hombre sin piernas apartaba el carrito de madera con cuatro ruedas que le transportaba, impulsándose sobre el suelo con dos artilugios que sostenía entre las manos.

El enorme reloj que sobresalía de la cercana relojería marcaba con estruendo el paso de los cuartos, ajeno a cuantos circulaban por delante , que  levantaban la cabeza para comprobar la hora.

A lo lejos, elevándose por encima de los edificios, se recortaba la siniestra figura del castillo de Montjuic, con sus cañones apuntando hacia la ciudad  que se acurrucaba al pie de la montaña, y que supuestamente deberían defenderla de enemigos exteriores.

Las mujeres volvían de hacer la compra en el mercado modernista de Hostafrancs, con sus cestos medio llenos de las viandas envueltas en papel de periódico, La Vanguardia o La Prensa, porque el pequeño formato del Diario de Barcelona, decano de la prensa europea, no servía para estas funciones envolventes, y lo reservábamos para su uso como papel higiénico ( es un decir). Una niña de largas trenzas rubias iba con su lechera de latón a la vaquería, dando saltitos y canturreando, como solitaria nota de alegría en aquel réquiem colectivo.

Al caer la tarde, las bandadas de golondrinas dejaron paso a los siniestros murciélagos, mensajeros de una noche brumosa y húmeda, que pretendían mal iluminar los faroleros que, con sus altas picas de llama, encendían las románticas farolas de hierro. Las mallorquinas de madera se cerraron, y los barceloneses intentaban dormirse con la esperanza de un nuevo día, que aún tardaría mucho tiempo en llegar. El silencio era sepulcral en una ciudad en permanente estado de excepción no declarado, salvo las llamadas al sereno, vigilante de las buenas costumbres, excepto en los barrios altos, en los que les estaban permitidas todas las licencias a los ricos adictos a la dictadura.

Pero una mañana, tan gris como todas las demás, vimos aparecer a dos operarios, enfundados en sendos monos azules y portando una larga escalera de madera, que apoyaron por encima de la entrada del colmado de ultramarinos. Mientras uno de ellos sujetaba la escalera, su compañero se encaramó por ella, y procedió a colocar algo parecido a un cartel en la fachada. Cuando se retiraron, pudimos observar que se trataba de un disco de metal de color blanco y rojo, imitando la chapa de una botella de vidrio, en la que se podían leer solo dos palabras, escritas en letras cursivas: COCA-COLA… y a partir de ese día nuestra vida empezó a cambiar.