Abono desigual para las campesinas
El condicional “si eres trabajador, tienes derechos” no se cumple para las mujeres en el sector primario. La desidia de las Administraciones convierte la labor agroganadera en un terreno de cultivo para distintas discriminaciones.
CASO 1. Cinco andaluzas han intentado acogerse a la Ley de Titularidad Compartida. Querían que la explotación agrícola o ganadera familiar en la que trabajan a diario también estuviera a su nombre, no solo al de su marido o compañero. Querían, así, cotizar a la Seguridad Social y tener derechos como trabajadoras que son. Ninguna de las cinco lo ha conseguido porque el registro de esta legislación de 2011 aún no se ha habilitado en Andalucía.
CASO 2. No se sabe cuántas mujeres se han acogido a esta misma ley en el País Vasco porque no existe un recuento; el Gobierno autonómico no se ha molestado en contabilizar. No hay datos de titularidad.
CASO 3. “Se buscan mujeres 8h/50 euros. Campaña de cerezas. Se buscan hombres 8h/60 euros. Campaña de cerezas”. Las explicaciones (y la rectificación tras la ola de críticas) llegó después: el trabajo en la recogida, que se da por hecho solo pueden hacer hombres, se paga más que la labor en la fábrica, donde es más habitual, dicen, ver a mujeres.
CASO 4. En España, solo el 21,7% de las tierras agrícolas está a nombre de las mujeres, según datos del Eurostat de 2010. Las titulares lo son principalmente de pequeñas extensiones, de menos de cinco hectáreas, las de menor peso económico.
CASO 5. Hay pueblos de Andalucía en los que las mujeres llevan dos años sin echar un jornal para recoger la aceituna, como han hecho toda la vida. Ahora, en muchas ocasiones, solo se contrata a hombres para una labor que, históricamente, no ha distinguido entre sexos.
Cinco casos reales. Cinco ejemplos. Cinco historias. Cinco injusticias. Cinco desigualdades. Cinco o todas las que se quieran contar. Porque se puede escribir de las trabajadoras de la fresa y su situación de semiesclavitud. O de las del ajo, que han hecho huelgas para reclamar una subida salarial después de 16 años cobrando lo mismo. O de todas quienes no cotizan. O de las triples jornadas de cuidado, porque en el entorno rural, además de a la familia, hay que cuidar los cultivos y el ganado. También se podrían dedicar unas líneas a la falta de recursos públicos en los pueblos: carencia de guarderías, o centros de día para personas dependientes, o de puntos de atención contra la violencia machista.
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“El hecho de ser mujer es ya una gran desventaja si quieres ser agricultora o trabajadora rural”. Así resume Mari García, jornalera del Sindicato de Obreros del Campo (SOC), parte del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), la compleja red de desigualdades de género que marcan a las trabajadoras del sector primario, que cada vez tiene menos peso en las grandes cifras macroeconómicas, pero que es fundamental para el sostenimiento de la vida en todas sus formas.
“El problema con el que nos encontramos las mujeres en el mundo rural, salvando las distancias entre países, siempre es que tenemos las explotaciones más pequeñas y mayores dificultades para acceder a los recursos: tierra, agua o financiación”, apunta Teresa López, presidenta de Fademur (Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales).
“Cada vez me doy más cuenta del trabajo que realizamos. Cada vez estoy más agradecida de ser mujer y de estar en el sector. En mi círculo más cercano, produzco cambio. No hay que demostrar nada, sino seguir trabajando y ser como somos. Si una se lo cree y tira para adelante, si es una más y habla en su turno de palabra… eso rompe el patriarcado”, reflexiona Inmaculada Idáñez, presidenta de la Confederación de Asociaciones de Mujeres del Medio Rural CERES y cultivadora de tomates en Almería.
“La mayoría de los trabajos en el caserío los hace la mujer y está el reto de visibilizarlos y que se las cuente como trabajadoras. La Administración debe favorecer que la transmisión sea femenina. ¿Por qué no se quiere contar a las mujeres en los caseríos? Porque son dinero: si se las cuenta como trabajadoras, le cuesta dinero al Gobierno”, incide Maider Aramendi, coordinadora de la asociación de mujeres baserritarras Ebel (Emakume Baserritarren Elkartea), integrante del sindicato vasco Ehne.
“El objetivo ideal es que el momento que trabajes la tierra la trabajes con todos tus derechos”, añade Pura Seoane, agricultora ecológica y primera responsable de la Secretaría das Mulleres del Sindicato Labrego Galego (SLG).
La lógica parece justa: si eres trabajadora, debes tener derechos. Pues en el sector primario no suele ser así.
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En 1996, el Convenio del Campo de la provincia de Jaén recogía por primera vez la equiparación salarial entre hombres y mujeres jornaleros en la recogida de la aceituna. “Antiguamente había discriminación salarial porque el hombre vareaba y la mujer cogía del suelo, aunque el horario era el mismo y la aceituna había que conseguirla tanto por arriba como por abajo. Conseguimos que en el convenio no hubiera esa discriminación, pero no hay una inspección de trabajo que garantice que se cumpla”, recuerda Mari García, también diputada de Podemos en el Parlamento andaluz, al finalizar la Asamblea General de Mujeres de la Vía Campesina, celebrada en Derio (Bizkaia).
La legislación muchas veces es papel mojado, semilla que no germina, río que no lleva agua: “La tendencia es introducir en los convenios [colectivos] meras declaraciones de principios cuya significación y grado de innovación resulta más formal que real”, concluye Ana Martínez, quien ha analizado el papel de las mujeres en los convenios de Andalucía para su Trabajo Final de Grado en Derecho. El de Jaén facilita desde 2005 el trabajo a las embarazadas, mientras que la última versión del mismo recoge que “tendrán la consideración de faltas graves o muy graves […] las ofensas verbales o físicas de cualquier naturaleza, incluida la sexual”; además, garantiza la igualdad de trato y oportunidades.
En 1997, a una mujer se le negó, vía jurídica, poner la explotación que heredaba de su padre a su nombre. ¿La razón? Que su marido ya era campesino y propietario de otra explotación, por lo que le instaron a que pusiera su herencia a nombre de él. Tras ocho años de batalla jurídica, esta campesina gallega ganó. “Por el camino muchas mujeres renunciaron a sus derechos, por falta de información o por falta de apoyos en la propia familia para meterse a un proceso largo y que, al final, iba a depender de la decisión de un juez o una jueza”, escribe la campesina Lidia Senra en el libro Las mujeres alimentan al mundo.
En 2011, y tras varios intentos infructuosos, se aprobó la Ley de Titularidad Compartida. La puesta en marcha de esta demanda histórica de colectivos como el SLG o COAG podría haber sido un antes y un después. Nada ha cambiado. Bueno, un poco. Según el Gobierno, unas 100.000 personas podrían ser consideradas las potenciales beneficiarias. Seis años después, solo 290 mujeres se han acogido a la figura de la cotitularidad. Desgranar los datos por comunidades autónomas ofrece números como estos: una en Murcia, tres en Cantabria, cuatro en Extremadura, cinco en Cataluña, tres en Navarra, ninguna en Andalucía, mientras que en el País Vasco, no hay cálculos… Las dos Castillas rompen la tendencia: 97 en Castilla- La Mancha y 120 en Castilla y León.
“Esto demuestra que hay índices elevadísimos de mujeres que están haciendo un trabajo ilegal, porque la palabra es ilegal. No puede haber ni una sola mujer que no esté cotizando, que no tenga sus derechos, que no pueda decir lo que está cobrando porque no hay un salario a su nombre…”, lamenta Pura Seoane. Su compañera de sindicato y ahora europarlamentaria, Lidia Senra, se une al debate desde Bruselas: “Todavía hay que pedir ‘permiso’ a los hombres para hacerla efectiva, porque se necesita la firma del titular, que en su mayoría son hombres”. Otro problema que añade la ahora política es que, de manera general, en las instituciones y organizaciones agrarias sigue campando el machismo, por lo que no hay ningún interés en aplicar medidas. Faltan recursos, apoyo, información. Falta una apuesta decidida.
La crítica es generalizada. Desde Fademur comparten el diagnóstico: “Con que una mujer se hubiera acogido a la ley, la titularidad compartida ya sería importante. Dicho esto, está claro que las expectativas eran muy superiores. Ha habido una desidia absoluta por parte de las Administraciones”, explica la presidenta, Teresa López. En abril de 2017, el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente organizó un grupo de trabajo para analizar estos seis años de ley. “El análisis compartido era que ha fallado la información y la comunicación. Además de que existe mucha desinformación sobre cuestiones como la doble tributación o los derechos de la Política Agraria Común”, explica López, una de las participantes. Ni desde el Ministerio ni desde el Instituto de la Mujer han respondido a las peticiones de información de este medio.
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El día está nublado y húmedo, pero la jornada desprende empatía. Dos mujeres de Burundi, una de ellas campesina, visitan el caserío familiar de Amelia Jauregi, situado en Gabiria, un pueblito de Gipuzkoa, y dedicado a la cría de unas 300 ovejas autóctonas y a la producción de queso. Conocer proyectos agropecuarios gestionados por mujeres, además de escuelas de empoderamiento, es el objetivo de este viaje de cooperación. Amelia, luchadora por el reconocimiento del trabajo de las mujeres en el mundo rural, abre las puertas de su casa constantemente a quien quiera escuchar y conocer: “El caserío es nacer hasta morir. Históricamente, el caserío siempre lo ha heredado el hijo varón mayor, pero la que siempre lo ha trabajado ha sido la mujer, que ha estado invisibilizada. Se desfigura su quehacer”. Esta activa integrante del sindicato Ebel habla mientras corta uno de sus premiados quesos para compartirlo con todas. A su lado, su hija Eli Elgarresta, quien ha heredado el caserío tras la jubilación de su madre, aunque ha tenido que hacerlo a través de una sociedad, porque era la figura jurídica más sencilla.
Junto a ellas, Maider Aramendi, del sindicato, critica el Estatuto de la Mujer Agricultora y Ganadera de Euskadi, en vigor desde octubre de 2015, “porque no sirve para nada”. Lamenta que “el Estatuto no obliga a las Administraciones, por lo que no es una herramienta de derechos. Queremos que las mujeres tengan todos los derechos como cualquier trabajador de cualquier sector, que la ley obligue y sancione a quien no cumpla”. Aline Niyonizigiye y Dorothée Buhangare también están luchando para que las mujeres burundesas sean cotitulares de las tierras que ellas trabajan y que están a nombre de sus maridos.
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Las críticas son muchas y llegan desde Bruselas, Almería, Jaén, Extremadura, País Vasco, Madrid… “El objetivo es meter en el bote a las mujeres en un tema de pago; es decir, que paguen una cuota a la seguridad social, pero sin abordar el tema de un derecho real al trabajo igualitario o a una mejora al reconocimiento del mismo”, reflexiona desde la cacereña comarca de Las Villuercas la agricultora Carmen Ibáñez. Más allá de leyes que sirven para poco, o para pocas, una de las claves del mundo rural es “cambiar las mentalidades y la educación. Hay que empoderar a las mujeres”, enfatiza Inmaculada Idáñez, de CERES. La propuesta del Mari García, del SAT, van más allá: “Un banco de tierras públicas, que se priorice que las mujeres puedan acceder, que haya microcréditos para lograr tierras y semillas…”.
Los datos confirman estos relatos, estos diagnósticos, estas opiniones, estas vidas: el 59% de las mujeres que están en el campo no paga ninguna cotización por su trabajo. Sin olvidar que los derechos van ligados a la propiedad: si no tienes tierras, no existes para la Administración.
Fuente: Maria Ángeles Fernandéz (pikaramagazine.com)