¿Conquistar el derecho a la ciudad sin conflicto?
Desde la “Fundación de los Comunes” lanzamos una serie de artículos para preguntarnos colectivamente por las líneas que definen el presente. Pensar desde los movimientos, sin cortapisas, desde dentro de los procesos es para nosotrxs, la base imprescindible de toda política. Durante este mes de marzo ponemos el foco en el derecho a la ciudad. ¿Qué puede hoy un centro social? ¿Qué significa la ocupación, cuando el derecho a la vivienda sigue sin estar garantizado? ¿De qué hablamos cuando hablamos de derecho a la ciudad?
«La participación ciudadana plantea un conflicto: repartir poder. Si se habla de participación sin conflicto es que no hay poder en juego»
Esta es la conclusión de una vida dedicada a la política contada en primera persona por alguien que luchó por un barrio digno. «¿Qué más da mi nombre? Fuimos una lucha colectiva». Militante del movimiento vecinal, forjado en las redes sociales y comisiones del movimiento obrero, en 1968 fundó junto a otros y otras vecinas la asociación de su barrio en la periferia sur de Madrid. Durante tres décadas, las migraciones rurales hacia las urbes industriales y la inepta planificación estatal obligaron a miles de personas a vivir en barrios periféricos autoconstruidos, levantados por sus propias manos. Vivir hacinados en chabolas no era un ritual cultural de las clases obreras. Era la única solución posible producida por gente humilde, sin apenas medios, pero con una fuerza organizativa que marcaría una época.
1. El derecho a la ciudad: ganar un barrio, ganar el municipalismo
Ganar un barrio significaba abrir el conflicto contra los intereses del capital y el Estado franquista, denunciando y respondiendo con toda la energía posible a las estrategias de expulsión y especulación urdidas por el régimen. Conquistar derechos era impensable sin antes organizar contrapoder: tomar como propio el legado del movimiento obrero, federar las luchas de los barrios, crear alianzas entre clases populares y clases medias, sumar todas las capacidades posibles para desgastar al régimen. Conquistar poder significaba enfrentarse a la violencia del franquismo y a su vez producir un diagnóstico propio sobre los verdaderos problemas y las posibles soluciones. Según avanzaba la pugna entre intereses de clase contrapuestos, el movimiento conseguía ganar hegemonía: no eran chabolistas ignorantes que ponían en peligro a la ciudad consolidada, eran vecinos y vecinas de clase obrera que defendían su legítimo derecho a la ciudad. Organizar el conflicto metropolitano, en fábricas y barrios, tuvo como desenlace conquistar la democracia y el municipalismo. Aunque no el municipalismo deseado. Los “pactos de estabilidad” de la época y la delegación de poder a partidos de izquierda, condujeron a la desactivación del movimiento y a una rápida integración de las ciudades en la agenda neoliberal. Un cierre en falso en nombre de la “modernización” y la “estabilidad” que hoy crea convulsiones. Pero el movimiento alcanzó algunas victorias, tantas como progresista pudo ser el municipalismo.
Producto de esas luchas iniciadas a finales de los 60, se empujaron medidas como el Plan de Remodelación de Barrios en Madrid. El movimiento forzó al Estado a invertir en 28 barrios y a construir 150.000 viviendas. El Plan de Barrios, implementado entre 1976-1988, fue la mayor conquista del movimiento vecinal madrileño, un mecanismo de redistribución titánico. Una década más tarde, bien entrados los 90, el Movimiento por la Dignidad del Sur conseguiría otra enorme victoria vecinal con la implementación del Plan de Inversiones Villaverde-Usera. La estrategia no podía ser más inteligente: el movimiento hizo un estudio para cuantificar la deuda histórica que las administraciones tenían con los distritos de Villaverde y Usera, un total de 182.885 millones de pesetas. La Comunidad de Madrid pagó un 10% de la deuda: la inversión de 18.000 millones supuso la construcción de nuevas avenidas, un largo catálogo de equipamientos educativos, culturales y deportivos, etc. Si algo marcó la historia del municipalismo madrileño fue la hegemonía liberal-conservadora y su violencia contra cualquier atisbo de participación, sindicalismo o autogobierno popular, pero no hay que olvidar el calado de esas victorias.
En Barcelona, la construcción de equipamientos e infraestructuras públicas y el nuevo ordenamiento por barrios y distritos se integraban en una agenda igualitarista que marcaría el inicio de la democracia municipal. Las propuestas surgidas en los “Contraplanes Populares” y las medidas irrenunciables defendidas por el movimiento vecinal protagonizaron un periodo de políticas redistributivas. Pero el entramado socioliberal no tardó en reorientar la agenda. La demanda de igualdad en el poder para decidir y producir ciudad colectivamente se transformó en liderazgos que prometían bienestar bajo la tutela de la política representativa. Tan solo un ejemplo de este giro. En 1976 se extendía la reivindicación para que los equipamientos de ciudad fueran gestionados por los y las vecinas, igual que los Ateneus Populars de la República. Se exigía la gestión comunitaria, descentralizada, pero el Ayuntamiento de Barcelona integraría esa demanda en la red de Centres Cívics bajo gestión pública. Algunos espacios emblemáticos, que hoy siguen vivos gracias a la fuerza vecinal, consiguieron mantener la gestión ciudadana, el verdadero origen de lo que hoy llamamos comunes urbanos.
El problema siempre fue el mismo. La democracia directa, el control popular y vecinal sobre los medios y recursos urbanos, era percibida como una amenaza para la “paz social”. Una “paz social” que los hechos desvelaron como un mecanismo de exclusión. La definición y orientación de las grandes políticas de ciudad se convirtieron en una esfera reservada para élites locales y globales. Muchos de los capitalistas industriales que enriquecieron su patrimonio gracias a la tutela del régimen reinventaron su posición de privilegio en el ámbito de la construcción y de la especulación inmobiliaria, en coalición con el capital global. El arreglo público-privado se acuñó como zeitgeist de la época por la izquierda institucional. Nuevos movimientos vecinales, el movimiento okupa y no pocas organizaciones libertarias arraigadas a los barrios plantaron cara a la mercantilización de Barcelona, mucho antes de que los impactos sociales y urbanos de los megaeventos extendieran una crítica que acabaría por compartir gran parte de la ciudad.
2. El derecho a la ciudad: organizar el nuevo conflicto urbano
Enfrentarse al poder, organizar el conflicto, producir contrapoder, ganar autonomía. Esa ecuación política, surgida de experiencias prácticas y materializadas en nuestros barrios resume un largo periodo del municipalismo. Esa historia nos dice que no hay participación sin redistribución del poder y que la batalla siempre se juega contra la acumulación de privilegios capitalistas, instalados en la matriz que gobierna la administración y la producción de nuestras ciudades. A partir del actual ciclo de crisis, diferentes movimientos ciudadanos y formas de sindicación han recuperado el legado municipalista. Desde la PAH, Sindicatos de Inquilinos, las Kellys o el Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes. También plataformas en defensa de la remunicipalización de servicios y movimientos que exigen la cobertura de necesidades básicas y el derecho a la ciudad frente a grandes emporios guiados por la tasa de beneficio. El movimiento feminista, con un impulso renovado y amplificado durante los últimos años, ha logrado marcar los debates, reivindicaciones y las formas de organización de todo el espectro municipalista. Movimientos y plataformas diversas, con composición de clase diferente, pero alineadas en un mismo principio: no hay derecho a la ciudad sin enfrentarse a los entramados capitalistas y a las relaciones de poder que han penetrado en las entrañas de nuestros barrios y nuestros hogares.
El capitalismo urbano produce su propia geografía política, un orden espacial e institucional que acumula en pocas manos gran parte de la capacidad para decidir sobre nuestras vidas. Un poder centralizado por los grandes propietarios del suelo, por los feudos del capital financiero local-global, por los Consejos de Administración de empresas de capital mixto, por Autoridades Portuarias, Consorcios del Turismo, Zonas Francas y, en fin, por el capital privado incrustado en grandes infraestructuras, zonas estratégicas y en las redes administrativas de nuestras ciudades. No hay muchos momentos que permitan morder ese poder. Las oportunidades se pueden contar con los dedos de una mano y la mínima apertura de alguna fórmula institucional despierta a la bestia para normalizar la esquilmación de lo público. Tan pronto AGBAR se ha visto amenazada con la posibilidad de una consulta ciudadana sobre la remunicipalización del agua, la multinacional ha encendido su máquina de judicialización. Mientras gasta un dineral en campañas que provocan la mayor vergüenza ajena, argumenta que la consulta remite a un tema donde el Ayuntamiento no tiene competencias, que la ciudadanía barcelonesa no está capacitada para saber qué significa “remunicipalizar”, que la gestión del agua ya es pública pese a estar gestionada por una empresa con un 85% de participación privada (70% AGBAR y 15% Caixabank).
Otra batalla se abre de nuevo sobre los espacios y equipamientos colectivizados. Centros sociales que logran mostrar con su práctica cotidiana que lo público pasa por el autogobierno y que el municipalismo se basa en redistribuir la capacidad para producir ciudad desde los barrios, con ciudadanía que participa de forma directa en la gestión de recursos. La Casa Invisible en Málaga, centro social y cultural de gestión ciudadana que lleva 11 años produciendo vínculos en un amplio tejido metropolitano, recibe ahora la amenaza de desalojo en lugar de su legítima adjudicación directa. Uniéndose a la estrategia de Ciudadanos, el Ayuntamiento de Málaga reincide en ignorar la potencia productiva de la democracia directa, reduciendo lo público a un escamoteo gerencial relleno de burocracias tecnocráticas y alianzas opacas con el mercado. Los centros sociales y culturales autogestionados recogen el legado histórico del municipalismo: experiencias prácticas de autoorganización, escuelas de democracia donde no se degusta la cultura ni se cede la política, sino que se producen en colectivo, laboratorios donde se prefigura una ciudad no dominada por la mercancía y la representación. Los centros sociales son los lugares donde se prefigura un municipalismo más allá del mercado capitalista y donde se comprende que la colectivización de recursos no solo es justa, sino que permite formarnos como sujetos políticos y culturales. Pero de nuevo aparecen los mecanismos de participación basados en la desactivación del movimiento y la erosión del tejido social, con la canción desafinada de los “concursos abiertos” y los pactos para “garantizar la estabilidad” que ya envenenaron otras épocas.
La verdadera historia de nuestras ciudades es perseverante y no nos da la gana de olvidarla. Una historia que nos habla por boca de vecinas y vecinos que en su día se organizaron y que hoy nos recuerdan que el ideal de recuperar lo público sin conflicto es una herencia de utopías liberales. El municipalismo es sinónimo de desmercantilizar y de autogobierno popular, pero quienes acumulan poder urbano sin control democrático son los oligopolios privados y el capital financiero. Esa asimetría de poder garantiza que los “pactos por consenso” o que el “gobernar para todos” siempre beneficien a los mismos. No hace mucho el Sindicato de Inquilinos de Barcelona mostraba el verdadero problema del acceso a la vivienda en nuestra ciudad. La existencia de un imperio de grandes promotores inmobiliarios que especulan con una necesidad básica: tan solo 10 propietarios acumulan 3000 pisos. La guerra del suelo. La guerra del agua. La guerra por el derecho a la ciudad. Analicemos de forma quirúrgica donde se acumula el poder urbano teniendo en cuenta que los gobiernos locales pueden implementar algunas medidas redistributivas, pero sin un conflicto abierto y sostenido no conquistaremos el derecho a la ciudad. Un municipalismo metropolitano, confederal y feminista que vincule luchas emancipadoras de todas las ciudades es la única posibilidad para enfrentarse a un Estado capitalista que desprecia nuestro poder y a una nueva derecha que se alimenta del miedo y la fragmentación.
Fuente: Mauro Castro-Rubén Martínez Moreno (elsaltodiario.com)