El leviatán de nuestro tiempo
Caminamos a pasos agigantados hacia una economía crecientemente autónoma del control público y de los contrapoderes sociales y, por ello, con mayor hegemonía de los agentes que mejor han sabido reaccionar al proceso globalizador
No es, desde luego, nada original traer a colación el inmenso poder de las grandes empresas transnacionales en casi todas las esferas de la vida, pero el recién finalizado 2017 nos ha seguido dejando abundantes señales que obligan a tenerlo muy presente (fusión Bayer-Monsanto, estimaciones de las muertes producidas por el “dieselgate” de Vokswagen, nuevas revelaciones de prácticas cuestionables en la industria alimentaria y de fraudes bancarios, financiación a políticos por la industria farmacéutica… ). Aunque quizás ninguna tan ilustrativa como la materializada por la tercera sesión del grupo de trabajo intergubernamental que, en el marco de Naciones Unidas, tuvo lugar en Ginebra entre el 23 y el 27 de octubre, con el objetivo de elaborar un instrumento jurídico vinculante a nivel internacional para regular la obligatoriedad de que las empresas (y sobre todo las transnacionales) respeten realmente los derechos humanos. Una reunión que, una vez más, evidenció de forma inocultable los denodados esfuerzos de los gobiernos de los países más desarrollados por frustrar el proyecto y evitar cualquier forma de control público firme a las grandes empresas en este terreno: por no limitar su cuasi impunidad práctica. Buena metáfora de dónde reside el poder. Adoración Guamán dejó constancia de ello en un revelador relato en estas mismas páginas.
Es un poder, sin duda, que supone un problema nuclear de nuestro tiempo: un problema, además, que se ha venido acentuando a lo largo de las últimas décadas, al calor de la intensificación del proceso de globalización. Porque la indudable pérdida de margen de maniobra de los Estados que la globalización propicia ha permitido a las grandes corporaciones transnacionales incrementar radicalmente su autonomía, su influencia, su capacidad de utilizar en su favor las diferentes regulaciones nacionales y su poder de control en la economía y en la sociedad. Todo ello comporta también evidentes problemas para la democracia: caminamos a pasos agigantados hacia una economía crecientemente autónoma del control público y de los contrapoderes sociales y, por ello, crecientemente hegemonizada por los agentes que mejor han sabido reaccionar al proceso globalizador y desenvolverse en la arena internacional. Asistimos, así, a un salto cualitativo en la supremacía económica, social, política e incluso cultural de las grandes empresas. Un salto que nos acerca cada vez más a distopías que hasta hace no mucho nos parecían simples relatos de ciencia ficción.
No hay –insisto– nada de novedoso en esto: es una cuestión sobre la que se viene escribiendo y debatiendo largo y tendido desde hace mucho. Pero sí quisiera reparar en la incidencia que están teniendo tres fenómenos en este fortalecimiento del poder corporativo que, aunque tampoco estrictamente nuevos, sí son especialmente característicos de nuestro tiempo.
1. Absorción del poder político por el poder corporativo
En primer lugar, el hecho de que estamos ante un proceso que no sólo supone un condicionamiento creciente del poder político por el empresarial, sino una invasión –y una hibridación– cada vez mayor de este poder en el poder político: tanto en los Estados nacionales como en los organismos públicos internacionales. No faltan las manifestaciones: la obscena influencia de los lobbies empresariales en los ámbitos de decisión pública, el incremento de la dependencia de políticos y altos funcionarios respecto de las grandes empresas, el paralelo aumento de la irrupción de directivos empresariales en el mundo de la política y de la Administración Pública..
De forma tal que se viene produciendo una progresiva pérdida de identidad propia del poder político: una dilución de su carácter diferencial, cada día más controlado –por múltiples vías– por las grandes corporaciones. Por eso empieza a resultar falsa la diferenciación entre ambos poderes: el corporativo engulle crecientemente al político. Es lo que Wolin1 ha llamado “totalitarismo invertido”: un sistema en el que “el poder corporativo se despoja finalmente de su identificación como fenómeno puramente económico, confinado principalmente al terreno interno de la empresa privada, y evoluciona hasta transformarse en una coparticipación globalizadora con el Estado”.
Y repárese en que es una colonización que se extiende así mismo al ámbito supranacional, tanto en los principales organismos internacionales como en procesos integradores. Por eso, las agendas globales que promueven esos organismos son muchas veces reflejo claro de los intereses de las grandes corporaciones transnacionales. Algo a lo que no es ajena la Unión Europea.
2. Activismo empresarial en foros globales
También a lo largo de las dos últimas décadas se ha venido produciendo otro fenómeno clave en la consolidación de la hegemonía corporativa: la participación creciente de grandes empresas en instituciones mixtas público-privadas y en plataformas y alianzas multiactores –en ocasiones impulsadas por Naciones Unidas y otros organismos internacionales– que se crean para afrontar problemas globales cuya gravedad parece exigir una aproximación plural. Marcos de reflexión y decisión que se empiezan a consolidar desde mediados del pasado siglo, pero que se expanden con rapidez desde finales de la década de los 90, al calor de la intensificación de la propia globalización, y que desde entonces se vienen convocando con frecuencia creciente para que las diferentes partes más claramente afectadas por el problema concreto (empresas, sindicatos, organizaciones sociales, Estados, organismos internacionales, expertos…) puedan adoptar presuntamente planteamientos rigurosos, enfoques comunes y soluciones consensuadas. Instancias presentes ya en numerosos campos de la economía (comercio, inversión, sector financiero, sector agrario, economía digital…) y particularmente ante grandes problemas socio-económicos globales (desarrollo, salud, alimentación, cambio climático…) que las grandes empresas transnacionales han sabido valorar como esenciales para la promoción de sus intereses, y en las que han venido incrementando decididamente su participación y su activismo. El reciente proceso de establecimiento de la Agenda de Desarrollo 2030 constituye un ejemplo muy característico2.
Tanto es así que muchas grandes empresas empiezan a apreciar cada vez más explícitamente este tipo de plataformas como el eje vertebral de un nuevo sistema de gobernanza global de claro interés para ellas. Una forma de gobernanza a través de supuestos acuerdos multi-partes que puede presentar aspectos socialmente positivos en teoría, pero en la que son evidentes peligros en la práctica. Ante todo, porque se trata de procesos de muy débil formalización, con reglas diferentes en cada caso, que suelen establecerse con escasa intervención intergubernamental, al margen de los procedimientos establecidos en el marco de Naciones Unidas y en los que existe muy poca transparencia en torno a los mecanismos de decisión, los sistemas de selección de actores participantes, el equilibrio entre ellos, los recursos disponibles o las obligaciones que asume cada parte. Procesos, además, en los que claramente el peso y la influencia de las grandes empresas es manifiestamente mayor que el de las organizaciones de la sociedad civil. No puede extrañar, por ello, que el tipo de acuerdos que se vienen adoptando tenga un claro sesgo en favor de los intereses de las grandes empresas ni que este tipo de planteamientos genere riesgos muy serios para los intereses populares y para el propio sistema democrático, contribuyendo a debilitar aún más el papel de los gobiernos y de los organismos internacionales en la gobernanza global.
Algo que no implica rechazar el compromiso de las grandes empresas frente a los problemas de nuestro mundo. Pero sí recordar que se trata de una responsabilidad que debe estar regulada y controlada siempre por poderes democráticos. Ese mayor compromiso es deseable y necesario, pero, como prevenía el liberal W. J. Baumol ya en 1991, sería lamentable permitir que gracias a él aumente “… el poder de interferencia sobre nuestras vidas” de las grandes empresas, que “… es, probablemente, la última cosa que querrían aquellos que reclaman una mayor responsabilidad de éstas”3.
3. Mayor influencia en las reglas globales
Todo lo anterior se está materializando en la consolidación de unas normas de funcionamiento de la economía internacional -en materia comercial, financiera y de inversiones- cada vez más favorable para las grandes empresas: nuevos marcos de regulación supranacional acordes a sus intereses. Es lo que se ha llamado la “lex mercatoria”: una normativa –canalizada en buena medida a través de los acuerdos internacionales de comercio e inversión de segunda generación– que garantiza, con contundencia, los derechos de las empresas en su operativa en el exterior, en tanto que contempla con mucha más suavidad el cumplimiento de sus obligaciones, y le permite en muchos casos incluso demandar a los Estados que desarrollen legislaciones que puedan empeorar sus condiciones de actividad ante tribunales privados de arbitraje (formados por expertos presuntamente neutrales, pero en los que aquéllas tienen una manifiesta influencia).
Toma cuerpo así una “arquitectura de la impunidad” notablemente opaca, insuficientemente controlada por los poderes parlamentarios y que empuja además continuamente a la baja la normativa de protección social y ambiental y la presencia pública en la economía de todos los países firmantes, en cuanto que puede perjudicar los derechos –y los beneficios– empresariales. Una arquitectura, por eso, que no sólo potencia el poder de las grandes empresas, sino que establece límites estrictos a la capacidad de actuación de los Estados y a la propia operatividad de la democracia: que abre el paso a una nueva capacidad normativa de las grandes empresas. La economía se va regulando paulatinamente así, mediante un ordenamiento jurídico progresivamente dependiente de las grandes empresas y crecientemente alejado de la pretendida independencia de la Ley. Es el orden legal de la globalización: un Derecho Corporativo Global cada día más extendido, exigente y efectivo.
Coda final
No parece, por tanto, fruto de radicalismos trasnochados pensar que el poder de este Leviatán corporativo constituye un reto básico para todo proyecto de avanzar hacia una sociedad más democrática, equitativa, justa, respetuosa de la vida y sostenible. No es posible en nuestro tiempo una política de izquierda que no afronte en todas sus dimensiones este reto. Lo que implica –dicho sea de paso– afrontar también la necesidad de desmontar el discurso con el que las grandes empresas pretenden legitimar su hegemonía: el discurso de una determinada concepción -voluntarista y unilateral- de la responsabilidad social corporativa (RSC), que presuntamente ennoblece y llena de sentido a su misión, pero que en la práctica cumple funciones esenciales para la estrategia corporativa: no sólo mejorar la imagen y la reputación de las grandes empresas, sino también potenciar su capacidad de actuación y negociación y legitimar su posición dominante en el funcionamiento de la economía. Todo al tiempo que refuerza su pretensión de escapar de la regulación pública. No cabe extrañarse, por tanto, de que esa forma mistificada de entender la RSC haya podido ser reivindicada sin el menor rubor por grandes empresas que al mismo tiempo exacerbaban sus malas prácticas y sus impactos sociales y ambientales negativos. Por eso, la búsqueda de un orden alternativo y mejor implica también una concepción radicalmente diferente de la responsabilidad social empresarial.
Quizás parte de la falta de claridad programática que manifiestan algunas fuerzas políticas que se reclaman de izquierda derive precisamente de sus ambigüedades frente a este –nada fácil– desafío.
Fuente: José Ángel Moreno (Economistas sin Fronteras)