Imperialismo emocional y capitalismo afectivo
No consumimos Coca Cola, consumimos las ojeras de nuestra propia madre
En el año 2006, la estrategia comunicativa de Coca Cola experimentó un ligero cambio. La marca llevaba mucho tiempo repitiéndonos obsesivamente que debíamos asociar su imagen con una especie de exaltación cursi del consumo que sus publicistas denominaban “felicidad”, pero aquel año decidieron introducir algunas modificaciones. El tono empalagoso se mantenía, pero en lugar de centrarse en la amistad, habían elegido otra víctima: la maternidad.
El anuncio comenzaba con la imagen de un joven en la veintena que veía cómo su madre llegaba a casa después de haber sido rechazada en una entrevista de trabajo. Con una botella de Coca Cola en la mano, el joven tomaba una determinación: convencer al empresario de que la contratase. En un primer plano que pretendía dejarnos al borde la lágrima pero más bien nos empujaba al ictus, enumeraba las cualidades de su madre delante de un sujeto ataviado con todos los símbolos del privilegio capitalista: varón, blanco, de mediana edad, clase social alta y posición de poder.
Sin embargo, estas cualidades estaban lejos del ámbito académico o laboral. Lo que el joven destacaba eran cosas como que su madre reservaba para ella “los filetes con más nervios” y que “siempre estaba cuando la necesitaba”. No sabemos qué extraña filia hace que el empresario se interese por aquello de los nervios, pero acaba contratando a la madre del joven, que sale triunfante del despacho con la satisfacción de haber cumplido su deber como hijo.
El anuncio era aborrecible a tantos niveles que si comentásemos todos podríamos escribir un libro, así que nos quedaremos solo con los que nos interesan.
El primero de ellos es su evidente machismo: la madre es un ser sin ninguna cualidad reseñable –ni siquiera lo que destaca el joven dice mucho de ella como cuidadora– y que solo consigue el puesto porque su hijo salva la situación desplegando un melodrama lacrimógeno que consigue reblandecer el corazón del empresario. Este machismo es evidente también en la imagen de la maternidad que presenta el anuncio, con una madre sufridora y abnegada que se sacrifica por su descendencia, ojeras incluidas.
Por otro lado, el segundo aspecto que nos interesa tiene que ver con una cuestión menos evidente pero tremendamente significativa. Si lo pensamos un poco, resulta revelador que las cualidades que elige el joven para hablar de su madre tengan que ver exclusivamente con la vida íntima, los cuidados y los afectos. De alguna manera, lo que le está diciendo al empresario es que esas características, que pertenecen a la esfera emocional, pueden ser aprovechadas y explotadas en el mercado de trabajo.
El anuncio resulta significativo porque pone sobre la mesa una dinámica clave del estadio actual del capitalismo: la absorción de cada vez más aspectos de la esfera emocional y afectiva. Esta dinámica no es nueva, pero se ha visto acelerada en las últimas décadas debido a la necesidad constante de expansión del sistema capitalista, al que apenas le quedan caladeros después de extenderse por todo el globo.
Así, aunque es cierto que las criadas, las nodrizas y las niñeras pueden incluirse desde hace mucho dentro de la mercantilización de las relaciones de cuidados, esa dinámica ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas: está más extendida en la sociedad –ya no son únicamente las clases altas las que se lo pueden permitir– y afecta a más tipos de relaciones –gestación subrogada, aplicaciones para ligar, industria matrimonial o residencias de ancianos, por poner solo algunos ejemplos–.
Pero además, la esfera emocional no ha sido colonizada únicamente mediante la mercantilización directa de los vínculos y las relaciones de cuidados, sino también a través de la utilización de las emociones como una mercancía más. Lo que el joven del anuncio de Coca Cola nos está vendiendo es la emoción que despierta en nosotros los cuidados y los afectos de nuestra propia madre, que debemos aprender a identificar con la marca de refrescos. No nos vende la Coca Cola en sí misma, nos vende la emoción que despierta la Coca Cola. No consumimos Coca Cola, consumimos las ojeras de nuestra propia madre.
Dobles jornadas y pequeños tiranos
Para avanzar en nuestro análisis, podemos echar mano de otro anuncio también bastante revelador. En 2014, la marca Actimel lanzaba una campaña para televisión en la que se podía ver a una madre desayunando con sus hijos. En la escena se advertía que era un momento de mucho estrés, con los niños armando jaleo y la madre intentando arreglarse para ir al trabajo a la vez que ejercía de cuidadora. En un descuido, uno de los niños cogía el móvil de su madre y atendía una llamada del jefe, en la que este decía a la madre que se preparase para la jornada laboral porque iba a ser dura. En ese momento, el niño decidía dar un Actimel a su madre, a la vez que le hacía una exigencia: “Quiero que vuelvas a casa con ganas de jugar”.
El anuncio presentaba como una petición inocente algo que en realidad era una orden demoledora: después de una jornada laboral extenuante vas a tener que afrontar una segunda jornada como cuidadora. El niño se convertía así en otro jefe más, más tirano incluso que el del trabajo asalariado porque no solo intenta controlar el rendimiento de su madre, sino también su alimentación.
De hecho, si nos ponemos en el lugar de la madre, preferimos la primera jornada a la segunda: la voz del jefe es agradable y nada autoritaria, ella parece reconocida y valorada y la jornada parece intensa pero excitante. En casa, en cambio, le espera un par de niños desobedientes, exigentes y problemáticos que intentan controlarla y que parecen estar cultivando una preocupante ideología neoliberal.
De nuevo, hay varios elementos muy interesantes para nuestro análisis. Como en la campaña de Coca Cola, vemos a una madre abnegada y sacrificada con doble jornada, que trabaja dentro y fuera de casa. Sin embargo, hay una diferencia importante: mientras en el primer anuncio se ve a una familia, en el segundo hay únicamente una madre.
En su estudio sobre la mercantilización de la vida íntima, la socióloga Arlie Russell Hochschild percibió una dinámica que se estaba produciendo en los hogares occidentales: la concentración de la familia en la figura de la madre. Para Hochschild, la desaparición de la familia extensa, el aumento del divorcio y de los hogares monoparentales y el abandono de los padres divorciados a sus hijos (a partir del primer año, casi el 70% de los padres estadounidenses dejan de pagar la pensión y de visitar a sus hijos con frecuencia) habían hecho que la familia se redujese a la figura de la madre. Para un número creciente de personas y en el contexto de las exigencias de deslocalización, inestabilidad y precariedad del capitalismo, la madre se convertía en el único vínculo estable a lo largo de su vida. De esta forma, como muestran ambos anuncios, cuando piensas en los cuidados y los afectos propios de la familia, en quien en realidad estás pensando es en tu madre.
Para Hochschild, esta dinámica tiene consecuencias muy importantes. Por un lado, supone una enorme presión para las mujeres, que son el único soporte económico, el único vínculo afectivo estable y las únicas cuidadoras de sus hijos. Aunque el reparto siempre ha sido desigual y siempre ha perjudicado a las mujeres, en las familias extensas las diferentes funciones se repartían entre más personas, y no recaían únicamente en una. La concentración de la familia en la figura de la madre supone jornadas laborales extenuantes y larguísimas que dejan a las mujeres sin posibilidad de desarrollarse personalmente ni hacer otra cosa que no sea trabajar en sus diferentes formas.
Pero además, tenía otra consecuencia. Para cumplir con las distintas jornadas que tenían que afrontar a lo largo del día, muchas mujeres occidentales recurrían a la subcontratación de otra mujer. Normalmente, las subcontratadas eran mujeres migrantes que afrontaban el mismo problema de la doble y triple jornada pero que, por su posición más débil en el mercado de trabajo, no tenían capacidad económica para subcontratar ellas también algunas funciones.
En ocasiones, además, estas mujeres tenían a sus hijos en su país de origen, por lo que se veían obligadas a subcontratar allí –donde sí podían hacerlo por los salarios más bajos– o pedir favores a familiares y amigas. Estas redes internacionales de subcontratación mostraban la interrelación profunda del capitalismo no solo con el patriarcado sino también con el racismo y la dominación colonial.
Imperialismo emocional
Durante varios meses, la artista Daniela Ortiz recopiló fotografías procedentes de las cuentas de Facebook de miembros de la clase alta peruana. Las fotografías, tomadas en situaciones cotidianas, tenían algo en común: en todas ellas se veía a una empleada doméstica que aparecía en el fondo o cortada.
El proyecto, que se tituló “97 empleadas domésticas” y que puede verse y descargarse en la web de la autora, resultaba enormemente inquietante: al ir pasando todas las fotografías seguidas, se veía una extensa colección de brazos, piernas, trozos de rostros y figuras borrosas. Ortiz conseguía que nuestra atención no se dirigiese a las figuras bien enfocadas y en primer plano de los hijos, familiares y amigos de los dueños de la cuenta de Facebook, sino a las que aparecían en segundo plano, borrosas y cortadas. Mientras las figuras del primer plano eran retratadas como personas completas, las empleadas domésticas no tenían ese derecho: eran simplemente una mercancía más que se había colado en la foto.
No sabemos si Hochschild conoce el trabajo de Daniel Ortiz, pero el proyecto “97 empleadas domésticas” sirve para ilustrar el análisis de las redes internacionales de subcontratación que mencionábamos antes. Para designar esta dinámica, la socióloga creo el término “imperialismo emocional”, que hace referencia a cómo Occidente no extrae únicamente recursos materiales y fuerza de trabajo del resto del mundo, sino también afectos.
Las mujeres migrantes que trabajan en el cuidado de niños y personas dependientes no hacen únicamente el trabajo en bruto, sino también y sobre todo trabajo emocional, y acaban creando relaciones de afecto con aquellos a quienes cuidan. De hecho, esos afectos son valorados por sus contratadores: en las entrevistas para su estudio, Hochschild descubrió que las madres que contrataban niñeras y los dueños de guarderías y servicios de canguro consideraban muy importante que la cuidadora estableciera un vínculo afectivo con los niños.
Muchos de ellos, además, contrataban específicamente a personas de países más pobres porque pensaban que eran más cariñosas con los niños, ya que en sus culturas de origen se mantenían mucho más los vínculos familiares. Es decir, lo que hacían los contratadores era importar afectos y emociones de aquellos lugares donde, según su visión racista, había todavía una buena reserva. Las personas que se contrataban no importaban en sí mismas –eran simplemente brazos, piernas y figuras borrosas– sino solo como depósito de emociones y afectos. Como en el anuncio de Coca Cola, lo que el empresario explotaba era la esfera afectiva.
En esta red de explotación propia del capitalismo emocional, los hombres juegan un papel propio. El incremento de la igualdad de género y la incorporación de la mujer al mercado de trabajo asalariado no ha modificado apenas su conducta: por regla general, se niegan a desempeñar tareas dentro del hogar y desatienden el cuidado de niños y demás personas dependientes, especialmente cuando se acaba la relación con la madre de los niños.
Aunque en su estudio Hochschild descubrió que había aumentado el número de horas que los hombres dedicaban a estas tareas, el aumento era pequeño, y la carga de trabajo seguía teniendo una distribución muy desigual. De hecho, la escritora Nuria Varela descubrió para el caso español que, según las estadísticas, las mujeres con pareja masculina e hijos trabajaban más horas dentro de casa que las que solo tenían hijos. Es decir, los hombres no solo no reducían el trabajo de las mujeres, sino que lo incrementaban.
La subcontratación de mujeres migrantes ha permitido que los hombres eludan su responsabilidad en este sentido. En lugar de implicarse en los cuidados, compran la mercancía “cuidadora” o “limpiadora”. Cuando no pueden hacerlo, simplemente cargan la labor a las mujeres que tienen cerca, con toda probabilidad la madre o la pareja.
Esta presión sobre las mujeres tiene consecuencias graves para ellas, pero también para los niños cuyas madres no pueden subcontratar cuidados. En su estudio sobre el imperialismo emocional ejercido por Occidente, Hocschild descubrió que los niños de mujeres migrantes que permanecían en sus países de origen tenían índices de fracaso escolar, abandono de los estudios y consumo de drogas mayor que sus compañeros de clase.
Obviamente, esto no es culpa de las mujeres que han emigrado –a estas alturas del capitalismo, solo alguien muy idiota o muy interesado en mantener el estado de las cosas sostendría que la emigración sur-norte es una elección personal–, sino de un capitalismo patriarcal y colonialista que ha visto en los afectos y las emociones un nuevo nicho para la explotación.
Fuente: Layla Martínez (elsaltodiario.com)